Leyenda alicantina

Leyenda alicantina

El 4 de diciembre de 1248 hizo su entrada Alfonso de Castilla en la recién conquistada Medina Laqant, consagrando la fortaleza mora de lo alto del Benacantil a Santa Bárbara, la onomástica de ese triunfante día.

Paseando por sus callejas de la falda marítima de la montaña reparó en una asombrosa forma que se vislumbraba tallada en la roca. Era el perfil de un rostro humano de semblante triste.

El Infante, impresionado por semejante obra, preguntó a los lugareños quién esculpió esa maravilla a tan peligrosa altura. El pueblo le contó que aquello no era obra del hombre, sino de Dios (o Alá según quién lo cuente), para que la villa siempre recordarse que un designio divino quedó incumplido por las malas artes de los hombres.

Intrigado, Don Alfonso les preguntó por su origen. Entonces la más anciana de la villa se adelantó y le contó la historia:

A mediados del siglo X, el Gobernador de Laqant y Señor de la fortaleza del Benacantil, tenía entre sus vástagos a una joven de belleza sinigual, la dulce Cántara. No eran pocos los que bebían los vientos por ella, pero de entre todos destacaba un mozárabe de familia noble de la medina. Se llamaba Alí, un joven culto, solícito y de modales elegantes y mucha determinación.

Cántara hacía tiempo que se había fijado en él, pero al Gobernador la idea de desposar a su hija predilecta con un mozárabe, un cristiano habitante de tierras moras, no era un asunto de su agrado. Sin embargo, el joven tenía el cariño del pueblo pues gracias a él y al aporte económico de su familia, se habían realizado obras importantes para la villa.

Un día llegó al puerto el famoso general Almanzor, procedente de Córdoba, la capital del Califato Andalusí. Al ser recibido por la familia del Gobernador, reparó en la bella Cántara y se enamoró de ella. El Gobernador vio en Almanzor un buen partido para su hija, pero Alí era también muy insistente y tenía el apoyo de miembros de la corte, que preferían un consorte local para la princesa que un foráneo.

El Gobernador viéndose en una encrucijada, decidió que todo quedase en manos de Alá. Evocando los doce trabajos de Hércules, encargó a los dos pretendientes la ejecución de una importante gesta. Quien primero la terminase, ganaría la mano de Cántara.

Almanzor, como buen navegante que era, quiso impresionar al Gobernador y a Cántara trayendo desde el lejano Oriente especias y sedas nunca vistas en la medina. Alí, por su parte, decidió construir un canal que trajese el agua del pantano de Tibi a Laqant, algo que, aseveró, era mucho más necesario para los habitantes de la medina que extrañas baratijas exóticas.

El general partió con su flota y Alí inició los preparativos para la construcción del largo canal. Las obras iban bien, pero algo lentas, pues Alí en vez de supervisar los trabajos, pasaba la mayor parte del tiempo en los jardines de almendros del Benacantil, donde siempre pasaba el rato la princesa. Todos los días le llevaba regalos y en los ratos que debería dibujar planos, le escribía poemas que luego le leía con su impecable dicción y su buen arte.

Cántara sintió brotar el amor por Alí en su corazón y esbozó su futuro junto a él. No quería al pretencioso Almanzor en su vida, por eso le insistía a su amado que volviese a su quehacer, pero les era imposible mantener la distancia.

El canal, aunque bien construido no llegó a concluirse a tiempo. Solo faltaba un kilómetro para que la acequia llegase a las murallas de la medina cuando los barcos de Almanzor llegaron al puerto cargados con las especias y sedas prometidas. El famoso general había ganado la prueba, y el Gobernador, que ya empezaba a resignarse con tener a un mozárabe de yerno, le entregó, aliviado, la mano de su hija.

La desesperación de los dos amantes fue tal, que Cántara ideó un plan para fugarse con Alí. Pero el mismísimo Almanzor les pilló y mandó encarcelar a Alí.

Por haber intentado secuestrar a la princesa el Gobernador lo declaró reo de muerte. Cántara, hecha un mar de lágrimas, le suplicó que le perdonase la vida, pero su padre aseguró que no solo había cometido alta traición, sino que había incumplido el trato con Almanzor, interfiriendo con el designio de Alá. Cántara le confesó que el plan de huida fue idea suya pero el Gobernador hizo oídos sordos.

—Solo un milagro evitará que se ejecute la condena.

—¿Qué clase de milagro? —le desafió su hija.

Sin meditarlo mucho, dijo lo primero que se le ocurrió.

—Que las laderas de esta montaña amanezcan blancas como la nieve.

Entonces, desesperada, estuvo toda la noche orando a Alá para que, por primera vez en su vida, viera nevado el monte Benacantil. El invierno estaba concluyendo y Laqant no vería una nevada esa noche. Pero Dios sabe de muchas artes y la promesa del Gobernador era muy ambigua. En cuanto Cántara cayó rendida del sueño, empezó a obrarse el prodigio.

Con la aurora todos los almendros del Bencantil y de los contornos de la medina florecieron, ofreciendo al lugar una hermosa estampa de primavera de tonos blancos. Todos quedaron impresionados y el rumor de lo que había dicho el Gobernador la tarde anterior se propagó por toda la villa, y así a las súplicas de Cántara se les sumaron las protestas del pueblo y de la corte que exigieron la liberación de Alí.

El Gobernador en su soberbia había decretado una competición entre los dos pretendientes cuyo resultado, a su juicio, sería el designio de Alá. Pero la mismísima deidad, que había hecho florecer el amor entre Cántara y Alí, había demostrado que Sus deseos eran muy distintos a los de Gobernador. Era Su decreto celestial, atestiguado por esas flores de almendro, que la princesa mora y el noble mozárabe estuviesen juntos.

Presionado, el Gobernador liberó a Alí y le entregó a su hija. Pero Almanzor, colérico porque había concluido con éxito su hazaña para luego no recibir su premio, atacó a Alí y lo persiguió por las murallas hasta hacerle despeñar desde la cumbre del Benacantil.

Cántara, destrozada, subió al punto por donde su amado había caído y lloró desconsolada durante días. Se negó a comer y dormir, solo quería llorar la muerte de Alí hasta la extenuación, hasta que finalmente falleció de tristeza.

El Gobernador, terriblemente arrepentido por lo ocurrido, abdicó y su hijo, ahora nuevo Gobernador, expulsó de la medina a Almanzor.

El general, creyéndose inocente, se marchó iracundo. Pero en cuanto zarpó su mirada fue a parar a la escarpada cumbre del Benacantil, pues ahora, justo debajo de la atalaya desde la que su rival se precipitó al vacío, se vislumbraba el perfil taciturno de Alí, que había sido tallado en la roca por las lágrimas de Cántara.

De ese modo Dios hizo inmortal a Alí y lo convirtió en el guardián de Laqant, que la vería crecer y transformarse por los siglos de los siglos.

También se dice que, si uno está muy enamorado, es capaz de observar junto al perfil rocoso de Alí, un segundo perfil de rasgos femeninos, que no sería otra que Cántara, que siempre se la vería junto a su amado en los ojos de aquellos cuyos corazones rebosen de amor.

El Infante Don Alfonso quedó maravillado con esta historia y quiso honrar a la desdichada pareja al juntar sus nombres en la que sería la nueva denominación de la recién conquistada medina. Por eso, aunque similar al nombre moro de Laqant, el nombre de Alicante nace de esta trágica historia, uniendo a los dos enamorados para toda la eternidad.